Durante unas vacaciones, mi marido, mis dos hijos y yo subimos a una montaña rusa. Era de esas que te lanzan a toda velocidad, con giros y vueltas que dejan los pies en el aire, mientras tomas curvas imposibles que disparan la adrenalina.
Nos acomodamos de a dos: mi marido y yo adelante, y nuestros hijos de 15 y 21 años en el carrito de atrás. En esos segundos de recorrido, mi cuerpo se resistía a la fuerza centrífuga. Sentí un miedo tan intenso que pensé en la muerte y me despedí del mundo en mi mente. No disfruté nada de la experiencia.
Más tarde, después de probar otras atracciones en el parque, mis hijos quisieron repetir la montaña rusa. Acepté, pensando que esta vez podría disfrutarlo un poco más y, muy en el fondo, para no develarme tan miedosa.
Esta vez, mis hijos se sentaron en el carrito de adelante. No temí por mí, pero una angustia nueva me invadió: la idea de verlos caer sin poder hacer nada. Ese pensamiento aterrador me acompañó hasta que, por fin, terminó el recorrido.
Luego olvidé tan nefasta experiencia en la que lo pasé realmente mal y la resolví como un momento en que “ideas intrusivas” se apoderaron de mi conciencia.
La definí de esa manera hasta el día que me encontré contándole, porque venía al caso, esta experiencia a una consultante.