De tanto agradar, dejamos de ser

 



A veces, sin darnos cuenta, empezamos a recortarnos para gustar.
Para encajar. Para ser aceptados.
Pero... ¿a qué precio?

Vamos moldeando nuestros gestos, nuestras palabras, hasta nuestras emociones.
Acomodamos la voz. Disimulamos el enojo.
Decimos "sí" cuando en realidad queríamos decir "no".
Y así, lentamente, algo de nosotros se va apagando.

Este patrón no surge de la nada.
Tiene raíces antiguas.
Cuando éramos niños, dependíamos del afecto de un otro para sobrevivir.
Literalmente: sin amor, sin cuidado, no podíamos vivir.

Aprendimos a agradar para ser queridas.
A portarnos bien. A no incomodar.
A merecer atención, afecto, pertenencia.
Era una estrategia vital... y funcionó.

El problema es que, aunque el tiempo pasó, seguimos actuando igual.
Como si ser amables fuera la única forma de no quedar solos.
Como si mostrarnos enteros pudiera alejarnos de los demás.

Y entonces llega una pregunta inevitable:
¿Valen la pena los vínculos donde tenemos que esforzarnos por agradar?
¿Qué vínculos queremos realmente?
¿Amistades? ¿Familia? ¿Parejas?
¿Y a qué costo?

Si en un vínculo tenemos que "recortarnos", disfrazar lo que somos o caminar en puntas de pie,
¿estamos siendo aceptados... o apenas tolerados?

Hasta que un día lo vemos.
Sentimos el deseo genuino de volver a integrar todas esas partes que dejamos afuera:
la voz fuerte, la risa libre, la opinión propia, el deseo, la sombra.
Todo eso también somos.

Y ahí empieza el verdadero cambio.
Nos reconstruimos. Nos elegimos.
Y empezamos a sentirnos más plenos.
Más cerca. Más verdaderos.
Porque dejamos de agradar...
para volver a ser.

Quizás, al fin y al cabo, no necesitamos tanto de los otros para sentirnos valiosos.
Quizás el vínculo más profundo...
es el que aprendemos a tener con nosotros mismos.

Graciela — Acompañando desde la escucha

Comentarios

Entradas populares